jueves, 9 de octubre de 2025

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El asalto en alta mar y la rendición europea

Por Francisco Soler (redes sociales)

Israel ha puesto fin a la travesía de la Global Sumud Flotilla interceptando casi la totalidad de sus barcos en aguas internacionales. La operación militar, que incluye la detención de centenares de activistas y el arresto de Greta Thunberg, no solo supone la clausura de una iniciativa civil de ayuda humanitaria: representa también un golpe directo al sistema de relaciones internacionales y a la autoridad política de Europa.

La acción israelí en aguas internacionales es, jurídicamente, un acto de piratería de Estado. El derecho marítimo consagra la libertad de navegación en alta mar. Al abordarlo sin autorización de ningún tribunal ni resolución de Naciones Unidas, Israel se coloca abiertamente fuera de la legalidad internacional. Sin embargo, la ausencia de consecuencias diplomáticas inmediatas muestra algo más inquietante: que en el orden global actual, las reglas valen solo cuando conviene a los fuertes y se suspenden cuando los aliados estratégicos las violan.

La reacción de la Unión Europea y de los gobiernos europeos ha sido tibia, casi inexistente. Ni Bruselas, ni Roma, ni Madrid han elevado la voz en términos de denuncia efectiva. La diplomacia europea, una vez más, se reduce a un repertorio de declaraciones genéricas y llamadas a la «contención». Este vacío político transmite un mensaje devastador: Europa renuncia a defender el derecho internacional y acepta su papel secundario en un tablero geopolítico dominado por otros.

Las palabras del ministro de Exteriores, José Manuel Albares, son un ejemplo perfecto de esta impotencia diplomática. Ha convocado a la encargada de negocios de Israel para recordarle que los ciudadanos españoles que viajaban en la flotilla eran “ciudadanos españoles pacíficos solidarios, cuyo objetivo era única y exclusivamente humanitario, que no representaban ni representan ninguna amenaza para Israel ni para nadie, y que estaban ejerciendo un derecho básico del derecho internacional”.

El diagnóstico es impecable, pero vacío de consecuencias. Porque si España reconoce que sus ciudadanos ejercían un derecho básico y que Israel lo ha violado al detenerlos en aguas internacionales, lo coherente sería exigir responsabilidades, activar medidas diplomáticas de presión y llevar el caso a los foros multilaterales. En lugar de eso, el Gobierno se limita a convocar a la encargada de negocios de Israel, lo que confirma que sus palabras no tienen fuerza ni respaldo. El mensaje que recibe Israel es claro: puede actuar contra españoles en alta mar, porque las consecuencias serán únicamente retóricas.

La paradoja es evidente: el Ejecutivo admite la ilegalidad del asalto, pero se abstiene de actuar en defensa de sus propios ciudadanos. Se convierte así en cómplice pasivo de la agresión, repitiendo el patrón de una política exterior que prefiere no incomodar a los aliados antes que defender el derecho de sus nacionales y su soberanía jurídica.

La detención de activistas y la presencia de una figura como Greta Thunberg en la flotilla ponen de relieve un punto político central: la criminalización de la sociedad civil internacional. El mensaje de Israel es claro: ningún actor no estatal tiene derecho a intervenir en Gaza, ni siquiera con fines humanitarios. Y el mensaje implícito de Europa, al no protestar más allá de comunicados, es igualmente elocuente: se acepta que la sociedad civil quede subordinada a los intereses de los Estados.

Con ello se clausura un espacio fundamental de la política contemporánea: la capacidad de movimientos transnacionales de actuar allí donde los gobiernos fallan o se pliegan. Al neutralizar esa acción, se fortalece el monopolio de los Estados sobre la gestión de los conflictos, aunque su gestión signifique bloqueo, represión o genocidio.
El asalto a la flotilla no es un episodio aislado. Se inscribe en un marco más amplio: Gaza como prueba de fuego de un orden internacional en crisis. Allí se decide no solo el destino de un pueblo, sino la credibilidad del sistema multilateral. Si el bloqueo se perpetúa, si los barcos humanitarios pueden ser detenidos sin consecuencias, lo que se pone en evidencia es que el derecho internacional ha dejado de ser un instrumento efectivo y se ha convertido en mera retórica.

El Mediterráneo oriental ha quedado convertido en un escenario donde se despliegan dos tipos de poder: el militar, ejercido por Israel sin freno, y el diplomático, vaciado de contenido por una Europa en retirada. El resultado es claro: la iniciativa ciudadana internacional ha sido derrotada, Israel ha reafirmado su control absoluto sobre Gaza y Europa ha confirmado su irrelevancia política.

En ese marco, la posición española resulta especialmente preocupante: se limita a constatar la ilegalidad y la inocencia de sus ciudadanos sin ir más allá. El Gobierno admite la violación, pero se resigna a la impotencia. La verdadera derrota no está solo en los barcos interceptados, sino en los gobiernos que han aceptado la humillación de ser espectadores pasivos de un atropello que los compromete directamente. Europa —y con ella España— ha demostrado que su política exterior es la política del acomodamiento, aunque ese acomodamiento suponga avalar la ilegalidad y la represión.

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