domingo, 28 de abril de 2024

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EL ROMERISMO, FASE SUPERIOR DEL INTEGRACIONISMO

 

Imagen tomada de internet

*Por Julián Otal Landi

Hace más de sesenta años, Rogelio Frigerio (sin dudas, uno de los más lúcidos ideólogos del siglo xx después de Perón) proponía superar las confrontaciones entre peronistas y antiperonistas a través del integracionismo. Dicha denominación constituía la pata de la cultura y la educación, es decir, formaba parte de la superestructura de su propuesta desarrollista. Lo que proponía Frigerio y su think tank de donde abrevaron figuras como Marcos Merchensky, Félix Luna y Roberto Etchepareborda trataba, ni más ni menos, de un “Bendigo a tutti” como supo sintetizarlo el genial Arturo Jauretche.

“...supone(n) que la posición revisionista en que estamos es una posición de jueces. El que se coloca en juez, puede ser ecuánime, nosotros no somos jueces, somos fiscales. Estamos construyendo el proceso a la falsificación de la historia y develando cómo se la falsificó, por qué y qué objeto actual y futuro tiene esa falsificación. No somos jueces porque la historia falsificada no está sentada en el banquillo de los acusados para que nosotros la juzguemos. Lo que queremos es sentarla en el banquillo para acusarla ante los jueces, que son las generaciones que vendrán... no puede haber ecuanimidad hasta que no esté demolido el edificio de la mentira. Le pregunto: ¿Qué estatuas están sobre los pedestales?, ¿qué retratos presiden todos los salones de las escuelas y de los edificios públicos de la república?, ¿qué hechos se rememoran oficialmente y cuáles se silencian?, ¿qué dicen los programas escolares secundarios y hasta universitarios?, ¿qué enseñan los maestros?, ¿qué enseñan los libros de textos desde 1° grado?, ¿quiénes están en las academias?, ¿qué dicen los grandes diarios?... “

“No confunda, doctor Luna, ecuanimidad con encubrimiento. Y no crea que el revisionismo consiste en desnudar a un santo para vestir a otro. No. Los santos que nosotros defendemos hace rato que están desnudos y lo que queremos es que los otros se saquen los ropones con que los han disfrazado -hombres y hechos- para empezar, desde allí, entonces sí, una historia con ecuanimidad. La falsificación de la historia es una política de la historia. La revisión también es una política de la historia y debe ser una política combatiente... Es un error frecuente confundir ecuanimidad con eclecticismo. Es lo que le pasa a ese desarrollismo hecho sobre la base de las palabras, puestas por el país y los hechos puestos por el extranjero, que sólo es una variante de la visión crematística liberal que impera en el país después de Caseros: hacer un país en cifras. Nosotros creemos que hacer un país es hacer hombres para que, a su vez, los hombres hagan el país[1]

La respuesta de Jauretche estaba dirigida al director de la revista “Todo es Historia”, Félix Luna quien había realizado un comentario lapidario en torno a la película “Juan Manuel de Rosas”, dirigida por Manuel Antín y sumamente inspirada a la figura de Rosas construida a partir de numerosos trabajos a cargo de José María Rosa.

Pero si para el proyecto desarrollista, el integracionismo apuntaba a una confluencia de ideas a través de una síntesis que fuera resultado entre el liberalismo y el nacionalismo, para el actual romerismo la intención es sencillamente barrer con toda idea coherente de relato nacional.

Recientemente, el hijo del ilustre fundador de la Historia social en la Argentina, José Luis Romero, a propósito del abrupto cambio del salón de las mujeres en casa de gobierno por el salón de próceres aventuró provocativo: “no me gustan los próceres”. Lo que parecía el inicio de un artículo que buscaba discutir con la decisión arbitraria que llevó a cabo el actual gobierno resultaba ser todo lo contrario.

Me gusta la idea de remplazar ese club selecto de próceres por un grupo extenso de “ciudadanos destacados”, gente normal, que contribuyó a construir la Argentina. Cada uno en su época, desde su posición y sus convicciones, y con sus humanas singularidades. Cada uno con su ejemplo

La idea de Romero es superior al “nacionalismo de fines” que propugnaba el integracionismo. Ellos sugerían tomar lo valioso de cada uno en pos de un objetivo determinado que era la integración nacional. Romero va más allá, descartándolos. Es que, para los que no lo saben, desde los ´80 que él tiene el “mariscal de mando” sosteniendo una renovación historiográfica sumándose al discurso socialdemócrata que demonizó al nacionalismo, tildándolo de autoritario. Sumado al espíritu de las nuevas tendencias europeas, se trata ahora no sólo de bajar de los pedestales a los grandes hombres (si ya la idea de nación no tiene para él razón de ser, para qué formar “tipos ideales” o “héroes”) sino también menospreciar la noción de comunidad apelando a enaltecer a los “ciudadanos destacados”. ¿Quiénes entrarían dentro de esta nómina de “gente normal”? y… ya desde el vamos al referirse como “ciudadanos” (es decir, hombres de ciudad) sigue suscribiendo a la idea sarmientina: la civilización está en la ciudad, no en la pampa. La “gente normal” que apela Romero, en realidad no existe. Es una apelación sobre una construcción realizada por el aparato mediático. La “gente normal”, de bien es la misma que en los setenta decían “no te metas” y ahora suscriben a las agendas de la prensa mediática. Es la “opinión” “pública”. La “gente normal” es la que, por ejemplo, destilaba odios por la inflación el año pasado a través de las consignas que sugería “Radio Latina” y hoy comentan divertidos sobre “el sexo de los ángeles” y otras extravagancias que propone la editorial de la exitosa FM.

Sin embargo, en la nota retrocede ante su idea para opinar en torno al salón de los próceres que instaló el gobierno: “¿Por qué optar entre Rivadavia y Rosas? Cualquier profesor mínimamente actualizado puede explicar que, durante unos cuantos años, ambos se complementaron para ordenar y hacer próspera la provincia de Buenos Aires, lo que no era poca cosa”. Este “bendigo a tutti” potenciado ya entrevé paralelismos entre los dos proyectos de país de Rivadavia y de Rosas, porque de los dos surgió la mano férrea, el imperativo categórico que desliza balbuceante Milei lo denota en Rivadavia y sobre todo en Rosas. Incluso difiere con su colega Marcela Ternavasio quien también encuentra similitudes entre Rosas y Milei en el tono autoritario, sin embargo, para Romero eso es una “virtud”. De repente, la imagen de Rosas que de antaño era un símbolo del nacionalismo popular ahora es un baluarte del orden y la construcción institucional combatiendo a toda posición disidente.

Luego, prosigue “En el mismo sentido, aceptemos el desafío de sumar a Urquiza y Mitre, a Roca y Alem, a Yrigoyen y Alvear, a Justo y De la Torre, a Perón y Balbín, a Alfonsín y Menem (“nadie es perfecto”). Y que haya tantas mujeres como hombres; por ejemplo, Alicia Moreau de Justo y Eva Perón. Y además científicos, escritores, historiadores. Ningún sector debe quedar fuera de esta lista de ciudadanos destacados. Puede ampliarse permanentemente, siempre que dejemos pasar veinte años”. Paradójicamente, lo que él consideraba en el salón de los próceres como “la biblia y el calefón”, lo que sugiere dentro del mismo texto no deja de ser otro ejemplo del tango de Discepolo con las nóminas sugeridas por Romero podemos concluir que “Vivimos revolca'os en un merengue, Y en un mismo lodo, Todos manosea'os”.

Luis Alberto Romero, quien podría ser sin dudas el nuevo “Taita de la Historia oficial” alcanzó una posición no sólo por posesión de apellido sino por haber tocado todas las puertas adecuadas desde el alfonsinismo hasta la actualidad. Como historiador no dejó ninguna obra de relieve a diferencia de los aportes valiosos de Tulio Halperín Donghi, José Carlos Chiaramonte o Hilda Sábato aunque sí pudo articular con los diversos gobiernos hasta construir una renovación historiográfica: la Historia social desplazaba a los resabios discípulos de aquella alicaída Nueva Escuela Histórica, participando en todos los espacios académicos, adueñándose de la catedra de Historia Social, impulsando las jornadas interescuelas que por entonces era un artilugio de autolegitimidad, poniendo la cuchara en cualquier reforma educativa y proyectos editoriales. Aquella sagacidad y oportunismo no tenía nada que envidiarle a Ricardo Levene, con la diferencia que éste se concebía como un funcionario del estado, no mezclaba su labor con su posición ideológica. Por el contrario, Romero desde sus inicios combate contra todo acervo de propuesta nacional, lo encuentra responsable de todos los males. “… no todo fue culpa de los militares ni ellos engendraron todos nuestros demonios: la mala práctica democrática enfermó la cultura política argentina.” (Revista Puentes, N°3. 2001) se sobreentiende entonces que aquel que brindaba algarabías con el triunfo de De La Rua y auguraba un futuro esperanzador en una de sus ediciones de su “Breve Historia de la Argentina Contemporánea” ahora vea con buenos ojos la propuesta ultraliberal de Milei.

El cierre de la nota de opinión expone claramente que el romerismo es la fase superior del integracionismo. Es un integracionismo individualista, para él no tiene más significado propugnar siquiera un discurso que sostenga aquella idea de Nación que enarboló Bartolomé Mitre: “¿Qué podemos discutir? ¿Para qué dramatizar? Milei se dio el gusto de hacer “su” lista, autorizando así a que los futuros presidentes se den ese gustito. En cada provincia o municipio, en cada organización social, en cada taller u oficina, y hasta en cada hogar, que cada uno haga su lista. ¡Viva la libertad...!”

Algo así como “Elige tu propia aventura”, algo así como que no es necesario argumentar, ni preguntarse el porqué de los criterios, de las selecciones. Un random historiográfico. El romerismo propone en definitiva, un país sin historia.

 

*Profesor en Historia. Miembro académico del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas



[1] Jauretche, Arturo. Las polémicas. Buenos Aires, Colihue.


 

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